Maldición

Que al solo reflejo de mi nombre en tu pupila te estalle el dolor, que tu piel sea corrupta de mí, que te rasques en dos si me ves a lo lejos, que te estremezcas y sobrecojas al sólo creer oír mi voz, que cada vez que entres en una mujer, ansiando entrar en mí, te sientas como un traidor profanándola con los pies descalzos.
Que ya no seas, que te enrareszcas y te pierdas de ti, roído de dolor, que deambules arrojando al infierno de esas calles donde no me encontrarás, que transites por aquellas que piso aborreciendo el desgarro de tus puños crispados al no hallarme.
Que te arrastres por otros cuerpos reptando y mordiéndote los labios ensangrentados para no nombrarme, que el pensamiento lo tengas enterrado en mi pubis, encadenado a la rabia de mi olor, que te arrases, te desbastes completando la observación, que toda yo sea la herida abierta en tu piel ardiente y repudiada, que te sobresaltes al roce, que te retuerzas hechizado y necesites más llagas para respirar el final borrascoso de tu abismo.
Que desees morir, soberbio en tu goce perturbado, que rasgues tu piel buscándome, que la ira te relegue a un rincón oscuro de tu cuarto y estés allí, acurrucado, perdido, las manos aferradas a tu sexo que estalla de mí sabiéndome lejos y palpes la viscosa soledad que te escurre para ir envejeciendo así, encorvado por lo remediable, la torturante certeza desolada de no tenerme nunca, de dolerte siempre, mientras me sabes aquí en esta noche, perpetrando este designio maldito.
P. Barros (2006) Llamadas perdidas. Thule Ediciones: Barcelona.